Por mucho que uno no quiera o hasta lo niegue, la publicidad –incluyendo, por supuesto, la subliminal– nos cala a la gran mayoría. Esas ideas con que nos bombardean a diario nos afectan desde formas tan básicas y obvias como querer comprar determinada prenda porque la vimos en un anuncio o en una vitrina, hasta influenciarnos de maneras más sutiles (pero no por eso menos perturbadoras), convenciéndonos de que debemos tener los brazos tan flacos o tan musculosos como los de el o la modelo que anuncia, digamos, perfumes (no brazos) o el cutis tan impecablemente liso como quien casualmente nos sonríe para que compremos gaseosa o dentífrico. Convencidos entonces de que “así debemos ser”, es casi imposible no reproducir esa lógica, incluso de manera inconsciente. ¿Cuántas vallas callejeras nos presentan modelos con fisonomía que sí podría parecer la de un guatemalteco promedio? ¿Entonces, qué ideal de belleza nos venden? Aunque no hay ámbito que escape de ello (ya lo sabrá la política Roxana Baldetti que de pronto en su publicidad resultó con facciones coreanas) el mundo de la moda es, básicamente, el semillero de todo esto que percibo como nefasto. Hace un par de años, Kate Moss, –muy genuina ella– se echó un comentario que provocó un justificado (y fugaz) debate: “Ninguna comida sabe tan bien como el sentirse flaquita [Nothing tastes as good as skinny feels]”. Independientemente de que no vale tanto la pena satanizar por eso a la Moss (que al final de cuentas vive y [medio] come de ese mundo que la quiere esquelética desde que tenía catorce años), a principios de agosto se publicó la noticia de que una compañía inglesa de playeras para niñas había impreso una con esa precisa frase. La Advertising Standards Authority (Autoridad para Estándares Publicitarios) inmediatamente prohibió su venta, por considerarla perjudicial para la juventud. Un par de semanas antes, la misma institución había denegado la autorización de dos anuncios de maquillaje, uno de Maybelline (con Christy Turlington) y otro de Lancôme (con Julia Roberts), por considerar que las fotografías estaban demasiado retocadas y promocionaban una imagen falsa y exagerada de los resultados del producto que pretendía promocionar, propagando así “un ideal falso e irreal de la belleza, que hace a las mujeres y niñas sentirse mal consigo mismas”, según la parlamentaria Jo Swinson. Aunque no faltará quien diga que esto rebasa las funciones a que debería limitarse un gobierno, este tipo de controles me parecen necesarios, sobre todo en países como el nuestro, en que las grandes mayorías carecen de herramientas para formarse criterios que les permitan ponderar los efectos del consumismo, mucho más hambriento que ellos. Malaya, diría mi abuela.
Esta fue mi vigésima primera columna semanal para Siglo21, publicada el martes 23 de agosto de 2011. El texto publicado en la edición impresa difiere del acá transcrito, por edición del personal del diario. El enlace para el sitio web de Siglo21 es http://www.s21.com.gt/vida/2011/08/23/regulando-perfeccion

