Por casi la totalidad de dos mil once estuvo de moda criticar –de la forma más ponzoñosa y burda posible y, de preferencia, evitando argumentos sustentables, aunque los hubiera– al expresidente y a su exesposa. Que si él era la antítesis de la masculinidad, que si janano, que si tibio. Que si ella era muca, shuma, cholera, guerrillera, corriente, cualquiera, maldita, bruja, perra, con peinado pasado de moda, con cara de mono, con ropa espantosa y zapatos que no combinaban. Que si el divorcio era la quintaesencia de la inmoralidad. Cualquiera que no compartiera esos insultos ad hominem (aunque buscara, en todo caso, razones verdaderamente objetivas para criticarlos) era tachado de partidario de ese régimen del mal, de antipatriota. A como son las cosas en Guatemala, el país de la eterna doble moral, un año después pareciera que la misma gente que meses atrás no se tentaba el alma para atacar ferozmente la apariencia física de esa mujer se da ahora golpes de pecho indignada, escandalizada y aterrada porque algunos nos dimos la libertad de criticar y expresar nuestro desacuerdo con una campaña publicitaria convenientemente abanderada por un cantante nacido en Guatemala. Aunque las críticas que podrían ser útiles no debieran centrarse en meros gustos musicales ni en poesía alfabeta básica, hasta donde entiendo cualquiera tiene derecho de expresar su opinión sobre lo que se le ronque su mugre gana. Ese solo hecho debe ser incuestionable. En el caso que cito, es más, las críticas no han llegado –menos mal– a la fisonomía ni a los atuendos adolescentes del cantante, bajeza que sí ocurrió con la bien llamada sandrofobia. Ah, pero es que ella era una villana y, por el contrario, el cantante es un héroe: dicotomías de mentalidad infantil; nuestra trágica hambre de satanases y de mesías, todo muy ad verecundiam. En este país se cría a los niños con la idea de que tener opinión propia es pecado, que es mejor ser parte quietecita y callada de un rebaño que, tristemente, no es tan metafórico como debiera; a diario exigen que mejor veamos sólo lo bueno, porque lo malo, ush, lo malo es muy feo y no ayuda en nada señalarlo. Aunque le huímos y despreciamos la crítica como si toda fuera igual de vacua, no dudamos en revolcarnos en ella en su forma más barata y menos útil desde la comodidad de la hipocresía. Aquí, antes de tratar de entender el argumento, la gente se ofende si alguien dice “la campaña de Pepsi persiste en la invisibilización de la verdadera causa de los problemas nacionales” pero no duda en decir “ay, mirala como está de gorda y encima se pone ese escote de peperecha” mientras viperinamente mastica su desayuno cuchubalero. Criticar (no pelar) no es tan fácil como suelen decir; ciertamente, no es tan fácil como nunca criticar. No es fácil en su origen, porque requiere bastante más seso del que nos acostumbra la sociedad a usar; no es fácil en su resultado, porque conlleva la probable ignominia de quienes otrora fueran amigos y hasta algún grado de vergüenza familiar. Pero la crítica es el único primer paso para sacarnos del hoyo porque es el solo medio que tenemos para señalar los problemas. Hasta que no estemos claros sobre cuáles son nuestros clavos, no podremos aceptarlos ni empezar a buscar conjuntamente soluciones, que no le competen solamente a un sabio todopoderoso, sino a todos. Es cuestión de irnos acostumbrado a debatir, a ver más allá del dedo que señala. Y no va a ser fácil, porque a varias generaciones les quedó tatuado el miedo de intentarlo. Y ese miedo se volvió pereza. Y henos aquí.
Esta fue mi columna semanal No. 47 para Siglo21, publicada el martes 13 de marzo de 2012. El texto publicado en la edición impresa difiere del acá transcrito, por edición del personal del diario. El enlace para el sitio web de Siglo21 es http://www.s21.com.gt/vida/2012/03/13/criticar